El mensaje fue simple y devastador en su verdad.
“Ustedes deben unirse para preservar la Amazonía”, dijo Mariana, de 12 años, durante la pre-COP30. Su mensaje, entregado a los negociadores que se preparan para la conferencia global del clima en Belém, resume lo que los discursos adultos muchas veces olvidan: todavía hay una generación que cree que es posible respirar el mañana.
Lo que debería sonar como un llamado obvio se ha convertido en un grito de urgencia. Brasil llega a la COP30 con la selva tropical más grande del planeta en riesgo y con millones de niños expuestos a la desigualdad. En Amazonas, donde viven 4,32 millones de personas, el 78,7% de los niños y adolescentes están en situación de pobreza, según UNICEF. Aunque el índice ha disminuido con respecto a 2019, cuando era del 88,6%, el panorama sigue siendo alarmante. El mismo territorio que alberga la mayor biodiversidad del planeta y una de las mayores reservas de agua dulce también presenta algunos de los peores índices de inseguridad alimentaria del país, como señala la red Una Concertación por la Amazonía.
Las cifras reflejan el espejo de nuestras decisiones. A medida que la deforestación avanza, la desigualdad se profundiza. Según el IBGE, Amazonas cayó del puesto 15 al 17 en el ranking de estados con menor desigualdad de ingresos. Al mismo tiempo, las áreas deforestadas aumentaron un 91% en mayo, según el INPE —el segundo peor resultado de la serie histórica para ese mes, con 960 km² de selva devastada. Estos datos no son solo estadísticas ambientales, sino un retrato del abandono colectivo ante un colapso anunciado.
La destrucción de la selva no es una abstracción ecológica. Es una sentencia social que compromete el futuro de millones de brasileños. Cuando el bosque arde, el aire en las ciudades se vuelve irrespirable, el agua escasea y la infancia pierde su color. Es imposible hablar de neutralidad de carbono sin enfrentar la neutralización de vidas que la crisis climática ya está apagando.
Más que una conferencia, la COP30 representa una encrucijada. El evento debe marcar un punto de inflexión en la conciencia y en la acción. Gobiernos, empresas y organizaciones de la sociedad civil deben comprender que no existe una agenda ambiental viable sin justicia social.
Las soluciones exigen alianzas concretas entre el sector público y el privado, con inversiones consistentes en adaptación climática, saneamiento, educación y seguridad alimentaria. El discurso sobre sostenibilidad solo será creíble cuando llegue a las orillas de los ríos amazónicos, donde la ausencia del Estado es tan visible como el humo de los incendios.
Mantener el bosque en pie exige más que contener la deforestación. Es necesario garantizar alternativas reales de desarrollo sostenible para quienes viven en él. Esto significa generar ingresos con dignidad, asegurar una educación de calidad, ampliar el acceso a la salud y colocar a la infancia en el centro de la acción climática. No hay selva viva sin infancia protegida. La Amazonía del futuro solo será posible si está habitada por niñas y niños con sus derechos garantizados, creciendo con seguridad, pertenencia y esperanza.
El desafío es colectivo. El sector privado necesita ir más allá de la filantropía y asumir compromisos a largo plazo que fortalezcan a las comunidades locales y protejan a la infancia. Por su parte, el poder público debe abandonar la postura reactiva y actuar con planificación, transparencia y prioridad presupuestaria. La Amazonía no es un activo económico ni un símbolo distante. Es el corazón palpitante de un país que insiste en sobrevivir entre el fuego y la esperanza.
La voz de Mariana no es solo el llamado de una niña, sino el recordatorio de que el futuro aún tiene nombre y edad. Las próximas generaciones no heredarán un planeta sostenible si la protección de los bosques continúa disociada de la protección de las personas. El sueño de un niño es tener vida plena y aire para respirar. Y ese también debería ser el sueño de todos los que estarán reunidos en la COP30.
